Texto y fotos de Enrique Portilla F.
-¿Qué recuerdas de los días siguientes?
-Estuve prácticamente inconsciente todo el tiempo, dos veces en estado de coma, a punto de morir. Tenía el 65 por ciento del cuerpo quemado. Eran quemaduras profundas, de segundo y tercer grado. Tengo en la cara, brazos y piernas injertos de piel propia y de varios donantes. El costo era elevadísimo, creo que alcanzaba el millón de pesos diarios, y mi familia no estaba en condiciones de pagar eso. Lo cubrimos con la solidaridad de la gente, con la Vicaría y el FASIC, especialmente. Después varios países me ofrecieron atención médica y nos fuimos a Canadá con toda la familia. Estuve en Montreal desde septiembre del ‘86 a julio del ‘88. Creo que me habrán hecho unas 40 operaciones. Ahora debería realizarme otras más pero ya no quiero. Hasta hoy el olor de la anestesia me produce náuseas.
-¿Cómo fue para ti transformarte en un símbolo de la violencia de la dictadura?
-¿Cómo fue para ti transformarte en un símbolo de la violencia de la dictadura?
-Mi primera aparición pública fue en las Naciones Unidas, en Ginebra, en marzo del ‘87. Yo era bastante tímida y fue emocionalmente muy fuerte relatar frente a tantas personas lo que me habían hecho. En esos momentos estaba muy mal físicamente. Pero también fue gratificante, porque sentí la solidaridad de todos los países. La gente aplaudió de pie y ese día, unánimemente, condenaron de nuevo al régimen de Pinochet por violar los Derechos Humanos. Sentí que mi testimonio podía servir para que el mundo se diera cuenta de la situación que se vivía en Chile. Fue una forma de canalizar mi dolor. En ese periplo de denuncia recorrí casi toda Europa. También fui a Australia, Canadá, Estados Unidos y varios países de América Latina. Al principio viajaba acompañada de algún familiar, a partir de 88 viajé también sola.
-¿Cuándo decidiste no seguir con las operaciones?
Las últimas fueron en los años 89-90. Estaba saturada. Y por esas fechas comencé también a ordenar mi vida, a continuar mis estudios.
-Ahí te cambiaste de Ingeniería a Sicología…
Si. Siempre me atrajo la línea humanista, la Filosofía, la Sicología. Pero me cambié también por lo que había vivido. Necesitaba explicarme la maldad humana, el fanatismo del poder, que lleva hasta el atropello de derechos fundamentales, de la vida misma. En el ‘90 también conocí a mi esposo, Juan Enrique, y todo eso me permitió continuar con mi vida, a pesar de lo que me había sucedido.
-También decidiste no dar más entrevistas.
En esa época yo era considerada por los medios como un símbolo de la tortura y la represión política en Chile. Lo fui por lo grave que me sucedió, pero también por la valentía con la que asumí todo esto. Estuve muy expuesta en los medios, sobre todo luego de la visita del Papa. Paralelamente estaba el juicio, con la reconstitución de escena. Me carearon con el tipo que me había quemado. También iba a Canadá a operarme y seguía denunciando. Fue todo muy rápido y yo estaba muy desconectada emocionalmente con lo que había vivido. Pero entre tanta actividad, hubo un punto en que me empecé a conectar conmigo, que deseé hacer lo que yo quería hacer: reiniciar mis proyectos personales, ser madre, esposa, trabajadora. Entonces me aparté de esa sobreexposición, avocándome a los aportes puntuales que podía hacer.
¿Cómo fue este reencuentro contigo misma?
-Yo estuve dos años en psicoterapia en el Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos, organismo del cual estoy muy agradecida por su compromiso con las víctimas. Cuando estaba embarazada de mi primera hija; tenía pesadillas muy traumáticas, soñaba que me perseguían, me enterraban cuchillos en el estómago. Soñaba con cárceles y con que me mataban. En la terapia, me di cuenta de que había estado tres años bastante disociada de mí misma; una disociación psicoafectiva muy fuerte. Y la terapia me sirvió mucho, porque aunque uno sepa muchas cosas desde lo racional, inconscientemente también tiende a culparse por las circunstancias. Uno dice “por qué salí ese día, por qué no me quedé en casa. No me habría pasado nada, no habría hecho sufrir tanto a mi familia…”. Mis padres se separaron después de nuestro viaje a Canadá, mi familia quedó dividida; hubo un montón de situaciones que todavía son dolorosas para mí. Uno se autocuestiona y hasta llega a perder la perspectiva de que el gran culpable de todo esto es Pinochet y todos los políticos que sustentaron a esa dictadura. Ellos usaron muchos artilugios psicológicos para destruir a la gente: a las mujeres de los Detenidos Desaparecidos les decían que sus maridos se habían ido del país, que andaban con otras mujeres y así llevaban la culpa a la familia, privatizaban el dolor y diluían la responsabilidad del Estado.
-Tu caso fue llevado por el juez Alberto Echevarría y el fiscal militar Torres Silva. ¿Qué te producen hoy esos nombres?
Evocan la maldad y la abyección. Es gente sin ética y siento lástima por lo que han llegado a ser como personas, porque han usado su conocimiento para destruir los valores básicos en que se sustenta la sociedad. Ojalá tuvieran ocasión de arrepentirse y pedir perdón. Pero es difícil que lo hagan. Es gente que tuvo mucha responsabilidad en que los procesos se eternizaran y en el sufrimiento infligido a muchas víctimas. Los procesos judiciales de la dictadura -no solamente el mío- fueron como una segunda traumatización. Porque las víctimas necesitan que las instituciones que nos hemos dado como sociedad, las validen en su experiencia y pongan efectivamente las cosas en orden. Yo necesitaba que los tribunales dijeran “los militares la quemaron viva intencionalmente”. Yo necesitaba mucho ese reconocimiento del Poder Judicial para saber que no vivía en un mundo sicótico. Pero todas las violaciones a los derechos humanos fueron sistemáticamente negadas. A mí me decían que me había quemado sola, que andaba trayendo bombas y una gran parte de la sociedad no quería creer la verdad. Eso constituía un mundo sicótico, un país sicótico, que dudaba de su propia realidad.
-¿Qué recuerdas de ese juicio?
En mi caso fueron 15 años de trámites, de ir a declarar, de reconstituciones de escena, de careos, de sufrir amedrentamiento, secuestro de testigos. Mi propia hermana Emilia, sin tener arte ni parte, estuvo detenida seis días para que “reflexionara” su declaración inicial. A otros testigos los secuestró la CNI, los paseaban con los ojos vendados, encañonados. Era como si se pretendiera castigar a las víctimas por atreverse a denunciar y a exigir justicia. De ahí la necesidad de que el Poder Judicial diga quiénes son los responsables y se les castigue. El reconocimiento es la parte más fundamental de la reparación. Reconocer que esto sucedió y que hay culpables, y que éstos paguen su responsabilidad frente a la justicia, es algo que nos da madurez: es asumir como adultos nuestras responsabilidades. En ese sentido, los que idearon esta represión, los que dieron instrucciones y los que las ejecutaron deben asumir su responsabilidad. Y si es necesaria la cárcel, que vayan a la cárcel
-El teniente Fernández Dittus, sin embargo, salió casi indemne.
-El teniente Fernández Dittus, sin embargo, salió casi indemne.
En total fue condenado a 600 días, y le fueron descontados los que cumplió en un regimiento. Aquí influyó mucho el fiscal Fernando Torres Silva, porque gracias a su voto se produjo un empate en la Corte Suprema: tres jueces opinaron que esto era homicidio calificado y lesiones graves, mientras otros tres votaron por cuasidelito de homicidio. En Chile cuando hay empate se otorga la pena que favorece al reo. Pero eso implicaba que no se validara lo que yo había vivido ni declarado, ni lo que declararon otros varios testigos ni lo que el propio Rodrigo Rojas dijo antes de morir. Fue un caso flagrante de negación de justicia. Todos los juicios en que tuvo participación el fiscal Torres Silva deberían ser declarados nulos por su cobarde servilismo con Pinochet. Él, deshonestamente, trabó la posibilidad de justicia en muchos casos.
-Como sicóloga has atendido a víctimas de las violaciones a los derechos humanos ¿Cómo los afecta hoy lo que vivieron en la dictadura?
Yo he atendido segundas y hasta terceras generaciones de gente violentada por la represión, todos con bastante daño psicológico. Son familias muy traumatizadas, deshechas. Durante mucho tiempo, para proteger a los niños, mantuvieron esas experiencias en secreto. Instauraron un mundo sin dolor, que sin embargo, era una falsa protección porque el dolor lo llevaban dentro y lo transmitían inconscientemente. Por eso en los jóvenes ves angustia, ansiedad. En ese sentido creo que en el Informe Valech debió haber una propuesta de reparación para la salud mental de las víctimas. En ese tema hay una carencia absoluta. Todos hemos tratado de sobrevivir, pero a muchos se nos ha acabado el disfrute por la vida.
LA VILEZA DE SZCZARANSKI
-Las víctimas reclaman contra del Consejo de Defensa del Estado (CDE) por su actuación en el tema de las indemnizaciones. ¿Cómo ha sido tu experiencia?
La postura del CDE y de la señora Clara Szczaranski me causó mucho dolor. El organismo que ella dirige ha usado los mismos argumentos de la dictadura para defenderse. No tengo ningún buen concepto de ella, por la vileza con que ha actuado.
-¿A qué argumentos te refieres?
El CDE alegó que yo me había quemado sola y que no tenía daño moral porque me había casado, tenía hijos y era una exitosa profesional. En ese punto ella actuó en forma muy desleal: una vez, ingenuamente nos reunimos con lla en una casa particular para saber en qué postura estaba y mi marido le contó que yo era psicóloga, que trabajaba, que estábamos bien como familia, contentos. Ella usó esas cosas personales en mi contra. Me pareció de una bajeza horrible. En otra ocasión llegó a decir: “No te podemos indemnizar porque eso sería precedente para que, si un carabinero borracho atropella a alguien, éste demande al Estado”. Pero si el rol de Szczaranski es defender el bolsillo del Estado, cómo se explica su obsecuencia en el caso de los Pinocheques. Al hijo del dictador se le perdona haber estafado al fisco, mientras a una víctima se le pretende negar por todos los medios una indemnización. Uno se pregunta qué valores defiende el CDE, ¿el derecho a la vida?, ¿los Derechos Humanos? ¿las medidas que se inscriben en el Informe Rettig para ser sustentadas por parte del Estado? Yo creo que ninguno de esos. El CDE está dirigido por el interés económico, pero también por las ansias de poder de Szczaranski, que ha transformado al CDE en una instancia truculenta y oscura.
ESA JOVEN ERA YO
¿Qué te pareció el Informe Valech?
-Es un gran avance en cuanto a que reconoce la verdad de los torturados, de la gente que sufrió prisión política. Esa era una gran deuda con todas esas personas, entre las cuales me incluyo. Fue injusto para mí cuando en el Informe Rettig ni se me menciona: “Rodrigo Rojas fue quemado vivo junto a una joven”, dice. ¡Esa joven era yo! De ahí el dolor, para mucha gente que sufrió la represión, de no ser consignada en la historia. En ese sentido es un gran avance. Lo nefasto es la omisión de los nombres de los torturadores. Yo creo que debieran conocerse porque son los responsables, los ejecutores de las torturas y de tanto dolor. Sólo así se puede llegar a una reconciliación real.
¿Esperabas que este informe llevara a la derecha a reconocer su responsabilidad?
La reacción de Lavín y de UDI era previsible, aunque tal vez todos guardáramos una cuota de ingenua esperanza en algún tipo de reconocimiento. El mezquino cálculo electoral les hizo perder la oportunidad histórica de reconciliarse con el país. Seguramente cargarán por mucho tiempo, sino por siempre, con la sombra de la dictadura. Si hubieran sido valientes y responsables con el proyecto que sustentaban en esa época, habrían reconocido que fueron parte importante del apoyo institucional a una dictadura que torturaba. Tenía la esperanza de que apareciera esa valentía, pero no ocurrió. La postura de las FFAA ha sido más valiente, aunque debería traducirse en hechos concretos como entregar toda la información que poseen. Por ejemplo, en mi caso, el Ejército hizo una investigación interna cuyos resultados nunca se conocieron. No hubo sanciones. Por el contrario, al teniente Fernández Dittus se le premió con un ascenso a capitán y fue jubilado a los 35 años por “causas médicas” que nadie sabe.
-¿Qué te pareció la declaración de la Corte Suprema?
Resulta patético que el Poder Judicial no haya reconocido la responsabilidad que le cabe. Es algo muy insano. Es terrible cuando una institución básica de la sociedad no funciona y asiente todo tipo de atropellos. En mi caso fueron evidentes los desaciertos y la mala fe de algunos jueces. Si hubieran tenido otra actitud habrían evitado muchos dolores, familias destruidas. Ellos se escudan en el temor y el temor es humano. Pero las personas también tienen la capacidad de discernir. Si todos los magistrados hubiesen renunciado concertadamente habrían revertido muchas cosas. Es decir, el temor puede ser un argumento individual, aunque sólo hasta cierto punto. Lo que no se puede es colocar ese mismo argumento a nivel institucional, porque ningún país merece tal incompetencia en su Poder Judicial.
En una entrevista dijiste que “las víctimas han sido marginadas del proyecto político”. ¿Qué le falta a la Concertación en materia de DDHH?
Durante muchos años las víctimas hemos sentido que molestamos. Se nos ha hecho aparecer como un impedimento para que la sociedad avance. Pero avanzar no significa ocultar la verdad ni validar lo que hizo la dictadura. Avanzar significa mirarse de frente y asumir los dolores y las responsabilidades de todos. Los informes Rettig y Valech fueron un avance. Pero la llamada Mesa de Diálogo fue un triste circo, que no entregó la información requerida. Falta mirar con perspectiva de futuro, no con la mezquindad de la cosa chica ni como hace Szczaranski en el CDE. Se hace mucho daño a las personas y a la sociedad cuando hay doble discurso sobre un mismo tema, y ese doble discurso entrampa a la Concertación.
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